La inversión federal en conservación, manejo de agua, vigilancia ambiental y restauración ecológica no ha respondido a una visión de Estado, sino a ciclos políticos y prioridades de corto plazo.
Según datos oficiales, el presupuesto ejercido por el sector ambiental alcanzó uno de sus puntos más altos en 2012, último año del gobierno de Enrique Peña Nieto, con 58 mil millones de pesos.
A partir de entonces inició una tendencia descendente que se profundizó durante la primera mitad del actual sexenio.
En 2019, primer año presupuestal del gobierno de Andrés Manuel López Obrador, el gasto ambiental aprobado se redujo a 31 mil millones de pesos, y en 2020 cayó a menos de 30 mil, el nivel más bajo en casi dos décadas en términos reales.
Lo que se presentó como una política de austeridad se tradujo, en los hechos, en una contracción del margen institucional del Estado para monitorear, preservar o restaurar sus ecosistemas.
“El problema no es solo la disminución, sino la inestabilidad. Un sector ambiental sin certidumbre presupuestaria no puede planear a más de un año de distancia“, advierte Mariana Olvera, investigadora del Instituto de Investigaciones en Ecosistemas y Sustentabilidad de la UNAM.
“Las políticas ambientales requieren continuidad, no impulsos esporádicos.”
A partir de 2022, el presupuesto ambiental inició una recuperación acelerada. En 2023, llegó a 75 mil millones de pesos, un incremento inédito que, sin embargo, no obedeció a un programa nacional de restauración o conservación, sino a inversiones concentradas en infraestructura hidráulica vinculada a proyectos estratégicos en el sur del país.
Especialistas coinciden en que existe una diferencia sustantiva entre el gasto ambiental como política pública y el gasto ambiental como instrumento territorial.
“Lo que observamos en este sexenio es un desplazamiento del enfoque institucional. Se reduce el presupuesto para vigilancia o investigación ambiental, pero aumentan los recursos para obras que se etiquetan como ‘hidráulicas’ o ‘de mitigación’,” explica Germán Ortiz, profesor del Centro de Estudios Internacionales del Colegio de México.
“Es un ambientalismo funcional a la infraestructura, no a la conservación.”
El presidente Andrés Manuel López Obrador sostuvo en diversas conferencias que “el verdadero ecologismo no es el de los que protestan, sino el de los que ayudan a la gente a vivir mejor con obras”.
Desde otra perspectiva, la entonces candidata presidencial Claudia Sheinbaum insistía en 2024 en que “la transición ecológica debe ser integral, técnica y basada en ciencia”. Ya como presidenta electa, matizó el mensaje al declarar que su gobierno mantendrá “los grandes proyectos estratégicos, garantizando al mismo tiempo la protección ambiental”.
El proyecto de presupuesto 2025, actualmente en discusión legislativa, propone 44 mil millones de pesos para el sector ambiental. Esto representa una reducción cercana al 40% en términos reales respecto a 2024 —una nueva oscilación que vuelve a abrir preguntas sobre la rectoría ambiental del Estado mexicano.
En este contexto, la comparación histórica resulta inevitable. Durante los gobiernos del PRI, particularmente en los periodos de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto, el presupuesto ambiental llegó a representar entre 1.2% y 1.5% del gasto programable federal. Durante la actual administración, esa proporción cayó en algunos años a menos de 0.8%.
Lo que está en juego no es únicamente el nivel de gasto, sino la definición misma de qué significa hacer política ambiental en México: ¿proteger ecosistemas, garantizar derechos humanos frente a conflictos por el agua y la tierra, o financiar obras que operan bajo la etiqueta de “desarrollo sostenible”?
Más allá de las cifras, persiste una pregunta crucial que ni la alternancia política ni las transiciones discursivas han resuelto:
¿Puede haber sostenibilidad sin estabilidad presupuestaria?
Última actualización el 28 de septiembre de 2025 Por Marcos Rosas
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