Belém do Pará, una ciudad construida sobre el delta del río más poderoso del mundo, se convierte en el epicentro de la diplomacia climática global al albergar la 30ª Conferencia de las Partes (COP30) de la ONU sobre el Clima
La elección de esta sede es, en sí misma, la declaración más potente de la agenda.
Por primera vez, la cumbre climática más importante del planeta se celebra en el corazón de la Amazonía.
Esta decisión, impulsada firmemente por el gobierno del presidente Luiz Inácio Lula da Silva, busca forzar al mundo a enfrentar una verdad incómoda: la batalla contra el cambio climático no se ganará solo con objetivos de emisiones y mercados de carbono.
Se ganará, o se perderá, en los territorios donde la naturaleza y la humanidad coexisten en una tensión cada vez más violenta.
En Belém, la crisis climática no es una abstracción futura. Es una realidad diaria entrelazada de manera inextricable con los derechos humanos.
Mientras los delegados se preparan para negociar los detalles del financiamiento para pérdidas y daños y la próxima ronda de Contribuciones Determinadas a Nivel Nacional (NDC), el contexto de la Amazonía presenta un telón de fondo urgente.
Aquí, la deforestación, aunque reducida bajo la administración actual de Lula, sigue siendo impulsada por la agroindustria ilegal, la minería de oro (el garimpo) y la tala.
Cada hectárea de bosque quemado no es solo una liberación de carbono; es, a menudo, el resultado de un acaparamiento de tierras, la expulsión de comunidades tradicionales o el asesinato de un defensor ambiental.
La conexión entre la degradación ambiental y los derechos humanos es el tema central que las comunidades indígenas y los activistas locales están decididos a imponer en la agenda oficial de la COP30.
«No se puede hablar de salvar la Amazonía sin hablar de proteger a los pueblos que viven en ella», declaró recientemente en un foro previo Sônia Guajajara, Ministra de los Pueblos Indígenas de Brasil y una voz líder en este movimiento.
«Nuestros derechos territoriales son la política climática más efectiva que existe».
Los datos respaldan esta afirmación. Búsquedas y análisis de organizaciones como el Instituto de Recursos Mundiales (WRI) y la propia ONU han demostrado consistentemente que los territorios indígenas legalmente titulados y gestionados por sus comunidades tienen las tasas de deforestación más bajas, a menudo funcionando como barreras contra el avance de la destrucción.
Sin embargo, estos guardianes enfrentan un peligro mortal. Brasil, junto con Colombia y México, figura habitualmente entre los países más peligrosos del mundo para los defensores de la tierra y el medio ambiente, según informes de Global Witness.
La impunidad de la que gozan quienes ordenan y ejecutan estos crímenes es una mancha en el historial de derechos humanos de la región.
En la COP30, la demanda es clara: los mecanismos de financiamiento climático, como los fondos de conservación y los mercados de carbono, deben garantizar que los recursos lleguen directamente a estas comunidades y que se respete su derecho al «Consentimiento Libre, Previo e Informado» (CLPI) en cualquier proyecto que afecte sus tierras.
El debate en Belém también se centrará inevitablemente en la «justicia climática».
Los pueblos indígenas, los ribeirinhos (comunidades ribereñas) y las poblaciones quilombolas (descendientes de esclavos africanos) son quienes menos han contribuido a las emisiones globales, pero son los primeros en sufrir sus impactos más severos.
Las sequías históricas, como la que asoló la Amazonía en 2023, y las inundaciones extremas están alterando los ciclos de los ríos, matando peces y destruyendo cultivos de subsistencia.
Esto no es solo un desastre ecológico; es una crisis de seguridad alimentaria, salud pública y desplazamiento forzado.
«Las naciones ricas que causaron esta crisis tienen una deuda histórica y moral», afirmó un negociador de un bloque de países en desarrollo en vísperas de la cumbre.
La presión estará en que el Fondo de Pérdidas y Daños, acordado en cumbres anteriores pero aún insuficientemente capitalizado, se llene con miles de millones, no millones, y que su distribución priorice a los más vulnerables.
Sin embargo, el propio anfitrión, Brasil, encarna la paradoja central del desarrollo en el Sur Global.
Mientras el presidente Lula se presenta como un campeón del clima y ha logrado éxitos notables en la reducción de la deforestación, su gobierno también enfrenta críticas internas por promover la exploración de petróleo y gas, incluso en áreas sensibles como el Margen Ecuatorial, no lejos de donde se celebra la COP.
Esta tensión entre la protección ambiental y la soberanía económica será un subtexto palpable en las salas de negociación.
A medida que los líderes mundiales y los negociadores descienden a Belém, el éxito de la COP30 no se medirá únicamente por los compromisos de reducción de metano o los avances en el Artículo 6 del Acuerdo de París.
El verdadero éxito, insisten los movimientos sociales que han convergido en esta ciudad amazónica, se medirá por si el mundo finalmente reconoce que una política climática que ignora los derechos humanos está destinada al fracaso. La cumbre debe ir más allá del simbolismo de su ubicación y consagrar en sus textos finales protecciones vinculantes para los defensores del planeta y un camino justo para quienes viven en la primera línea de la crisis.
La Amazonía no es solo un sumidero de carbono; es un hogar. Y en la COP30, sus habitantes exigen ser escuchados.

Es jefe de la oficina de El Ambientalista Post en México y dirige el sitio a nivel internacional. Cubre temas de política, defensa del territorio y ciencia. Cuenta con una carrera técnica en Conservación del medio ambiente por el CONALEP, actualmente estudio la Ingeniería ambiental en el Tecnológico Nacional de México.
Sobre su experiencia
Fue coordinador de Comunicación y Difusión de Viernes por el Futuro México. Colaboró con Al Poniente.
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