El termómetro climático de México se ha vuelto más rojo en las últimas décadas. Según datos del Servicio Meteorológico Nacional (SMN), el país ha registrado un incremento promedio de 1.7 °C desde 1980, mientras que el promedio mundial ronda 1.2 °C, de acuerdo con el Panel Intergubernamental de Cambio Climático (IPCC).
Esta diferencia, aparentemente pequeña, tiene consecuencias devastadoras: cosechas arruinadas por sequías, incendios forestales más intensos, ciudades intransitables durante las olas de calor y una creciente presión sobre los sistemas de salud y agua potable.
México se encuentra en una zona de transición climática entre el trópico y las zonas templadas. Esto lo convierte en un “país bisagra”, donde convergen climas cálidos, secos y húmedos. Estudios de la UNAM y del IPCC indican que estas zonas de transición son más susceptibles a variaciones extremas del clima.
Además, el país está mayoritariamente rodeado por océanos que también se están calentando, lo que altera patrones de humedad, intensifica tormentas y reduce la capacidad del suelo para retener agua.
Ciudades como Monterrey, Guadalajara y la Ciudad de México han crecido sin planeación ambiental. La eliminación de áreas verdes, el uso excesivo del concreto y el incremento del parque vehicular generan lo que se conoce como “efecto isla de calor”, donde las temperaturas urbanas pueden ser hasta 7 °C más altas que en zonas rurales cercanas.
El Instituto de Geografía de la UNAM advierte que esta situación no solo agrava el calentamiento local, sino que también incrementa el consumo energético (aire acondicionado, refrigeración) y crea un ciclo vicioso.
Cada año, México pierde entre 150 mil y 250 mil hectáreas de bosques y selvas, según la CONAFOR. La deforestación —por tala ilegal, ganadería extensiva o megaproyectos— libera carbono almacenado, reduce la capacidad del suelo para absorber humedad y elimina barreras naturales contra el calor.
El caso de la Selva Lacandona en Chiapas es emblemático: en apenas 20 años ha perdido más del 70% de su masa forestal, con impactos directos en la temperatura local y en la biodiversidad.
México continúa invirtiendo en refinerías, termoeléctricas y explotación de gas y petróleo. De acuerdo con el Centro Mexicano de Derecho Ambiental (CEMDA), el 73% de la electricidad nacional se produce a partir de combustibles fósiles. Esto no solo contribuye directamente al calentamiento global, sino que limita la capacidad del país para adaptarse a los compromisos del Acuerdo de París.
En 2021, más del 80% del territorio mexicano sufrió condiciones de sequía, afectando la producción de maíz, frijol y trigo. Estados como Zacatecas, Chihuahua y Durango han tenido que reducir su superficie agrícola o importar agua, provocando una escalada en los precios y aumentando la vulnerabilidad alimentaria.
En comunidades como Santiago Jamiltepec (Oaxaca) o San Luis Río Colorado (Sonora), familias completas han tenido que abandonar sus tierras por falta de agua o por las temperaturas extremas que imposibilitan la vida cotidiana. Se estima que más de 1.7 millones de mexicanos podrían convertirse en migrantes climáticos internos para 2050, según el Banco Mundial.
El caso de Monterrey en 2022 fue una llamada de alerta: represas secas, cortes prolongados, agua sucia y poblaciones que dependieron de pipas durante semanas. Esta crisis podría replicarse en otras ciudades si no se adoptan planes de adaptación urgentes.
México no está condenado, pero requiere de voluntad política, inversión pública y participación ciudadana. Algunas medidas urgentes:
- Crear un sistema nacional de alerta climática con enfoque comunitario.
- Transitar a energías renovables con metas vinculantes.
- Restaurar ecosistemas forestales y manglares.
- Transformar los sistemas de captación y distribución de agua.
- Replantear los modelos de desarrollo urbano.
El calentamiento acelerado de México no es una abstracción. Está en los campos secos del Bajío, en las presas vacías del norte, en los incendios del sur, y en los cuerpos sofocados en la capital.
Si el país no actúa ahora, las consecuencias serán no solo ambientales, sino sociales, económicas y humanitarias. La pregunta ya no es si el cambio climático afectará a México, sino cuán preparados estaremos para resistirlo —y si actuaremos antes de que sea irreversible.
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