En el caluroso verano de 2014, una tragedia silenciosa se desplegó en el norte de México. La mina Buenavista del Cobre, propiedad de Grupo México, una de las corporaciones mineras más grandes del país, sufrió un fallo catastrófico. Un derrame de 40,000 metros cúbicos de ácido sulfúrico fluyó desde la mina hacia los ríos Bacanuchi y Sonora, marcando el inicio de lo que se convertiría en uno de los desastres ambientales más graves en la historia reciente de México.
Siete municipios se vieron envueltos en la tragedia. Más de 22,000 personas fueron afectadas directamente por la contaminación, con el agua potable envenenada y las tierras agrícolas arruinadas. Para muchos, el río, que alguna vez fue fuente de vida, se convirtió en un símbolo de devastación.
“Nos dijeron que no tomáramos el agua, pero ya era tarde,” recuerda María López, una agricultora de la región. “Todo se secó. Mis tierras, mis cultivos, y, lo más doloroso, la salud de mis hijos empezó a deteriorarse.”
El desastre no solo desencadenó una emergencia sanitaria y ambiental, sino que también reveló las fisuras en la relación entre las grandes corporaciones y las comunidades locales. Aunque Grupo México rápidamente estableció un fideicomiso de 2,000 millones de pesos para compensar a los afectados, las críticas no tardaron en llegar. Muchas familias afirman que las indemnizaciones fueron insuficientes y que la ayuda llegó tarde, si es que llegó.
La reacción de Grupo México fue vista por muchos como un intento de controlar los daños reputacionales más que una genuina acción reparadora. El fideicomiso, inicialmente presentado como una medida para garantizar que las comunidades recibieran ayuda, ha sido objeto de controversia. Algunos lo ven como un mecanismo que permitió a la empresa evadir responsabilidades a largo plazo.
“El fideicomiso fue un parche para tapar una herida que sigue abierta,” dice Jorge Castañeda, activista ambiental en Sonora. “Los ríos siguen contaminados, y las comunidades siguen esperando justicia.”
Más allá de los ríos contaminados, este desastre ha levantado preguntas inquietantes sobre la seguridad de las operaciones mineras en México y el poder que empresas como Grupo México ejercen sobre las autoridades locales y nacionales.
El derrame de 2014 no es un evento aislado. Se enmarca dentro de un patrón más amplio de conflictos entre las comunidades y las empresas extractivas en todo México. Las críticas no solo apuntan a la gestión ambiental de Grupo México, sino también a las condiciones laborales dentro de sus minas y la falta de consulta y consentimiento de las comunidades afectadas por sus operaciones.
En las calles polvorientas de Cananea, cerca de la mina Buenavista del Cobre, se siente una mezcla de resignación y descontento. Las promesas de desarrollo económico que trajo la minería han quedado eclipsadas por la realidad de la contaminación y la pobreza. Para muchos, la prosperidad que la minería prometió nunca llegó.
Diez años después, las secuelas del derrame siguen siendo palpables. Los informes sobre problemas de salud en las comunidades afectadas son comunes, y los ríos, que alguna vez fueron la arteria de la región, aún no se han recuperado. Mientras tanto, Grupo México continúa sus operaciones, enfrentando nuevos desafíos y viejas críticas.
Este desastre ha forzado a México a confrontar una realidad incómoda: el desarrollo económico a menudo viene con un costo, y en muchos casos, ese costo lo pagan las comunidades más vulnerables. A medida que el país busca un equilibrio entre el crecimiento y la sostenibilidad, el legado del derrame del Río Sonora sigue siendo un recordatorio de lo que está en juego.
“El río no olvida,” dice con tristeza Doña María, mientras contempla las aguas ahora turbias del Sonora. “Y nosotros tampoco deberíamos olvidar.”
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