Uno se erige sobre la lucha de clases y la abolición de la propiedad privada; el otro, sobre la supremacía racial y el nacionalismo extremo. Sin embargo, ambos regímenes tuvieron impactos profundos y muchas veces devastadores tanto en las estructuras sociales como en el entorno natural.
En este artículo, proponemos mirar estas ideologías no solo desde sus diferencias ideológicas, sino desde su relación con el medio ambiente y el conflicto de clases, claves para reflexionar en el contexto actual de crisis ecológica y desigualdad global.
El comunismo nace como una respuesta radical a la desigualdad del capitalismo industrial. Basado en el pensamiento de Karl Marx, plantea que la historia es una lucha constante entre clases sociales, y propone la supresión de la propiedad privada para alcanzar una sociedad sin clases.
En la práctica, países como la URSS, China o Cuba intentaron empoderar al campesinado y al proletariado, aunque frecuentemente reemplazaron las élites burguesas por burocracias autoritarias.
El nazismo, por su parte, niega la lucha de clases y propone en su lugar una jerarquía racial. Rechaza tanto el comunismo como el liberalismo, y promueve la obediencia a un Estado nacional y étnicamente “puro”.
Mientras que los comunistas proponían una revolución obrera, los nazis consolidaron el poder empresarial y destruyeron sindicatos, partidos de izquierda y derechos laborales.
Ambas ideologías utilizaron el medio ambiente con fines políticos, aunque desde perspectivas distintas.
El comunismo, en teoría, considera los recursos naturales como bienes comunes que deben gestionarse colectivamente. Sin embargo, en la práctica, muchos regímenes comunistas priorizaron el crecimiento industrial y la producción masiva, sin considerar el impacto ambiental.
Ejemplos como la desecación del mar de Aral en la URSS, el desastre de Chernóbil o la deforestación en la China maoísta muestran los costos ecológicos de esos modelos.
El nazismo, en contraste, incorporó elementos de romanticismo ecológico. Impulsó leyes de protección animal y exhaltó la relación entre “sangre y suelo”, que celebraba una conexión íntima entre el pueblo ario y la tierra alemana.
Pero esta visión estaba al servicio de la exclusión: se usó para justificar la expulsión y el exterminio de pueblos considerados “extraños” a ese ecosistema ideal. La naturaleza fue romantizada solo para unos pocos, mientras se saqueaban territorios ocupados y se esclavizaba a millones.
Tanto el comunismo como el nazismo fracasaron en construir una relación armónica entre justicia social y sostenibilidad ecológica.
Uno priorizó la revolución industrial sin freno; el otro, la pureza racial disfrazada de amor por la tierra. Ambos instrumentalizaron la naturaleza como recurso o como mito, sin una ética ambiental real.
Hoy, cuando la crisis climática se combina con desigualdades sociales extremas, es vital revisar estas historias. La lucha por el medio ambiente no puede separarse de la justicia social, pero tampoco puede ser cooptada por discursos autoritarios o excluyentes.
Aprender de los errores del pasado es urgente para construir futuros donde el cuidado de la tierra y de las personas no se opongan, sino que se potencien.
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